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Pertenecer

Recuerdo en una ocasión cuando era pequeña que escribí un poema. Estaba muy bien escrito así que dejé el cuaderno abierto por la página dónde se encontraba para que mi familia lo viera.

Entonces escuché a mi hermana y a mi madre leerlo y reírse divertidas de cómo había dejado ese cuaderno ahí adrede para que ellas lo encontraran.

Se dieron cuenta de mi estrategia y se rieron como se ríen los mayores con las formas de proceder todavía torpes de las pequeñas personas tratando de encajar en el mundo adulto.

Por supuesto no sabían que yo las escuchaba y cuando pasé por ahí me dijeron “Lucía que bonito esto que has escrito”. Pero yo ya no las creía, se me caía la cara de vergüenza, sabía que sabían de mi estrategia para conseguir su reconocimiento.

No había sido el suceso espontáneo y sorprendente que esperaba que fuera, ese que las llevaría al fin a descubrirme.

Si, yo quería ser descubierta y salir de ese espacio de ambigüedad polifacético en el que me encontraba: la hija pequeña que “hace cosas” y se la mira con curiosidad, pero a la que se le teme reforzar y se le exige un buen comportamiento.

Supongo que por eso (entre otras cosas) estoy en el mundo de la interpretación. Creo que todo actor o actriz tiene ese sueño infantil frustrado de que lo descubran.

Un deseo en el fondo de ser amado y reconocido a pesar (o gracias) a sus formas excéntricas de expresión.

Pero este es un tema que algún día expondré más.Voy seguir con mi historia de la buena escritura.

En ninguna de las ocasiones que traté de escribir disfruté haciéndolo y en todas juzgué lo que escribía tanto que acababa por terminarlo antes incluso de acercarme al final. Y sin embargo siempre tenía ganas de hacerlo.

Una parte de mi pensaba que podía escribir bien, y era justo este pensamiento el que tanto me hacía sufrir. Pues buscaba eso de mi con tanta exigencia que nunca llegaba.

A posteriori necesitaba la aprobación externa de lo que había hecho, y como no quería que me volviera a suceder lo que pasó con mi poema, lo hacía de formas indirectas que me llevaban mucho esfuerzo.

Empecé a depender de ese punto de vista y abandoné el criterio de lo que a mi me daba placer hacer, entrando en la agotadora carrera del esfuerzo por buscar la aprobación.

La necesidad de hacer las cosas bien ha sido un pesado lastre en mi vida, un impedimento para el disfrute de crear y una pesada sentencia con bases muy ambiguas.

Tratar de alcanzar esa cumbre ha hecho que en el camino fuera descartando actividades que disfrutaba por catalogarme como “no suficientemente talentosa” en ellas.

Es muy doloroso renunciar al placer por lo correcto.

Qué sistema de pensamiento sostiene tan perfectamente estructurada la idea de que existe lo bueno y lo malo. Y cómo puede ser que defendamos incluso con sangre estos dos principios.

La dolorosa competición por permanecer en el lado pactado de lo correcto, en este grotesco “concurso de amor” que es nuestra sociedad, nos ha alejado del placer de seguir los impulsos que genuinamente cada ser humano siente para expresar lo que es.

Qué gran sacrificio el de la pertenencia.

Me alienta saber que siempre estamos a tiempo de recuperar lo que es natural en nosotros. Que nunca nos perdimos. Que siempre nos tendremos. Y que la única posibilidad de escapar de esa verdad es mintiendo. Y todos sabemos que la mentira tarde o temprano cae por su propio peso.