CONTACTO

Recuerdo que entraba la luz por las ventanas del lado izquierdo de la pared. Estaba sentada en mi pupitre, en el lado derecho.Tendría unos 11 años.Era una de esas clases donde Doña Charo, mi tutora, nos hacía leer en voz alta.Iban por la fila de delante y yo rezaba para que se acabara la clase antes de que me tocara a mi.

Avanzaba hojas para delante tratando de leer lo que pensaba que me iba a tocar cuando llegara mi turno.Pensaba que de esa manera cuando me tocara, ya sabría las palabras y podría hacerlo mejor.Esto hacía que me perdiera y no supiera por dónde iba la lectura. Le tocaba ya a mi compañero de pupitre y yo en estaba en estado de pánico.Mi corazón iba tan rápido que no podía ni escuchar lo que decía.

Miré su dedo y la página para poder ubicarme.Sabía que era la siguiente, pero no sabía como iba a conseguir leer con tanto ruido dentro de mi.A los poco minutos Doña Charo dijo “muy bien ahora que siga Lucía”.

Tenia tantas ganas de salir corriendo que, para estar ahí solo agarrarme a las palabras, una a una. Mi cerebro iba a mil, sentía calor en la cara y mis oídos centrados en las risitas de los que ya se preparaban para divertirse con mi lectura. Cuando nos tocaba a alguno de los lentos se hacía un silencio sepulcral. Empecé a leer sin saber ni lo que decía. Trataba de que sonara fluido y cuanto más me esforzaba, más me equivocaba. Mis ojos se quedaban atrapados en alguna palabra sin poder pasar a la siguiente.

Ahora sé, que estaba en estado de pánico, que mi amígdala mandaba cortisol por todo mi cuerpo y mi mirada se quedaba fijada ante la «amenaza de muerte», como si de un león en la selva se tratara. Claro que no podía leer rápido, no había tiempo para fluir porque tocaba huir.Pero en aquel momento pensaba simplemente que era tonta.

Mientras seguía haciendo eso que me ordenaban hacer, escuchando las risas de los terroristas de mi clase y sintiendo unas ganas de llorar tan grandes que el nudo de la garganta me hacia pronunciar cada palabra como si fuera carne picada, mi cara permanecía impasible, como si nada estuviera pasando. Aprender a disociarme fue lo primero.

Vivir situaciones dónde pasaba miedo, vergüenza y auto-desprecio aparentando estar normal me salvó la vida, pero dejó enterrada a esta niña, condenándola al exilio. Ahora solo tiene sentido para mí la auto-expresión si la puedo dejar ser conmigo. Ponerse roja como un tomate, pasar vergüenza y hasta que nos riamos del ridículo si es preciso. Fracasar, hacerlo mal y lo que nos salga del coño. Aunque duela. Desaprender a disociarme, sentirlo todo abierta a mí es ya la única opción.