CONTACTO

Una de las cosas que más me gustó siempre de hacer teatro era tener el permiso de ser y mostrar todas las que soy, sobre todo las más putas. Siempre me gustaron más los personajes del inframundo. Darle cabida a esas caras de mí que en esta realidad no encontraba la forma de expresar sin culpa.

Ahora veo cuán importantes son, lo libre y poderosa que es mi diabla, la puta que llevo dentro, la inmoral, la impulsiva, la radical y salvaje.

Todavía a veces me cuesta confiar en ellas y en ocasiones las castro. Con todo el dolor de vientre que eso conlleva, con toda la autoagresión que supone suprimirse. Pero cuando la saco libremente, me deja siempre boquiabierta.

Esa piba la tiene clarísima. Con ella no hay medias tintas, no hay dudas. A mi niña buena le asusta su forma tajante de ser, le trae loca su indecencia, aunque sea ella la que finalmente la lleva al parque de atracciones, cuesta fiarse de tanta seguridad.

Aprendimos a confiar en nuestra debilidad porque eso nos ponía en manos de otros.

Esta perra-puta mía me aulla desde el ombligo, me pide que la deje libre y qué le duela a quien le duela no sea más una presa en mi. No es un ejercicio de ladrar en casa, es una práctica de correr(se) en la calle.

Y da miedo, con decir que a un pibe hace siglos, por hacer algo así lo clavaron vivo en una cruz y aún se habla de él, basta.

Expresarse en libertad requiere de una gran autoridad interna, la suficiente como para asumir que te tiren piedras. Porque aunque luego no pase, hay una muerte simbólica asegurada.

Exponerse salvajemente con lo que eres es un riesgo, dejar que salgan esos personajes castrados por poner en peligro la supervivencia tu sistema familiar, es acojonante pero tremendamente liberador y sanador. Y cuanta más libertad más responsabilidad, por eso nos da terror. Hay que tener vientre para sostener el propio poder.