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No se puede sentir mal. Solo se puede sentir o no sentir. Abrirme a sentir o rechazar lo que siento. O bien usar un sentimiento para defenderme de todo lo demás.

Cuando hablo de sentir lo que siento, hablo de sentirlo, no de usar lo que siento para darme identidad con ello. Esa es la diferencia entre sentir tristeza y ser un triste. Al segundo no lo aguanta ni Dios. Porque no es que viva su tristeza, es que usa su tristeza para no arriesgarse a vivir nada más. Así se define y justifica y aunque sea un triste, es alguien.

Lo mismo pasa con un alegre perpetuo. A ese tampoco hay quien lo aguante, es más llevadero que el primero, pero un pesado igual. Esos que no soportan el conflicto, la mala honda y no pueden permitirse sentirse mal. Los que si lloras te tratan de animar y si se enfadan gestionan su emoción para con una sonrisa decir «no pasa nada». Esos se defienden de la vida igual. Usando su optimismo, no dejan que les «pase nada», no vaya a ser que desmorone su castillo de caramelos.

Una cosa es sentir lo que sientes y otra usar lo que sientes para ser quién dices ser: ya sea víctima, verdugo o my little pony.

Por eso, sentir la vida, por dolorosa que a veces sea, no te llevará nunca a la depresión. Sino más bien tu necesidad de identificarte con el dolor, para sentirte a ti mismo como alguien, separado de todo lo demás.